domingo, 20 de septiembre de 2015

Cartas de amor a Stalin

La obra de teatro Cartas de amor a Stalin, de Juan Mayorga y Guillermo Heras, cuenta la historia del escritor ruso Mijail Bulgákov (Juan Carlos Remolina), su mujer Bulgákova (Mariana Giménez) y Stalin (Luis Rábago) a través de una conversación telefónica entre escritor y revolucionario (si no son el mismo) que se corta. ¿Qué ocurre al otro lado del teléfono?

            A principios del siglo xx, en la Revolución rusa, el escritor es el protagonista de la obra, quien redacta constantemente unas cartas a Stalin para pedirle permiso de abandonar el país; ya que sus obras de teatro, fundamentalmente, no podían ser representadas por la censura del gobierno. La mujer del escritor imita a Stalin, transformándose de forma magistral, pero ni así su marido logra encontrar las «palabras justas». Su vecino, amigo y también escritor recibe contestación de Stalin con solo una carta que le envía. Esto ocasiona la rabia, la ira, el desamparo, el agobio y la tristeza de un creador que no solo se enfrenta a sí mismo, sino a su mujer y al mismo Stalin: el demonio que aparece en su casa.
Escenario antes de que empiece la obra
            El diálogo con él se convierte cada vez más en monólogo por parte del líder revolucionario. La cordura desaparece a la vez que las hojas. Las cartas se desperdigan por el escenario y las mentes de los allí presentes. Tal presencia fantasmal le sirve para crear una segunda parte de su obra (La guarda blanca) e interrumpir momentáneamente esas cartas de amor que le vuelven loco. Dicha afección humana queda representada en el escenario: al principio vemos un escritorio a la izquierda, una lamparita que ilumina (la razón) de la butaca donde se sientan la mujer y Stalin, así como una pila de libros en el fondo central, tras la cual se ve la Plaza Roja de Moscú primeramente y el rostro de Stalin con el emblema comunista al final.
            Este orden se rompe de forma paulatina. Los papeles se pierden y el vestuario acaba siendo la alfombra que soportaba el mobiliario y la razón. El humor está muy presente en el drama, oxigenando la tensión que el texto y los actores logran contagiar al público. El juego de luces y la música conjugan un ambiente casi cinematográfico. Los giros de un Bulgákov que usa la alfombra como capa y armadura hace revolotear las amarillentas páginas de una historia que alcanza el clímax con «El lago de los cisnes». Tchaikovsky comple(men)ta un conflicto creciente con el que nos identificamos (pese a la distancia espacio-temporal) y a través del que nos interrogamos. El arte se cumple una vez más.
            Como el superhistoriador que completa los huecos de la historia con lo que no sucedió o con lo que no se sabe que ocurrió, vemos a un Stalin que escribe poesía tragicómica. Estos versos mecánicos reflexionan sobre la relación de lo social y el arte: el cambio que toda creación conlleva.
            Según Guillermo Heras, director de Cartas de amor a Stalin, «esta obra de Mayorga es un canto a la teatralización de la propia vida, a las simulaciones que tenemos que encontrar para no sucumbir a las depresiones que el terrorismo cotidiano nos impone… Bulgákov inventa su fantasma de Stalin que, a veces representa a través del cuerpo de su mujer y al final percibe como un gran fantasma privado que, como en un vodevil, le desplaza a su infierno personal».

            Aún tienen una semana para ver esta obra de la Compañía Nacional de Teatro en el Teatro Julio Jiménez Rueda, en el Distrito Federal (mucho más cercana si antes visitan la Casa-Museo de León Trotsky en Coyoacán). Una obra de dos horas, con tres personajes y un mismo motivo: la duda. El hilo telefónico conecta distintas mentalidades y actualiza un problema que desde Rusia a México, pasando por España, atrae y levanta finalmente al público que se rinde ante el arte, el teatro y la vida.

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