miércoles, 22 de julio de 2015

Sergio Ramírez: Confesiones de un fabricante de mentiras

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942) impartió el curso «Confesiones de un fabricantes de mentiras» dentro del ciclo «El autor y su obra» que organizó la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) del 13 al 17 de julio de 2015 en Santander. Las reflexiones del escritor-político nos acercan a la literatura y sus consecuencias en un «marco incomparable». A continuación resumimos los temas que trató como ponente y los debates que atrajeron a los asistentes.


LA NECESIDAD DE CONTAR

El escritor se siente imprescindible en determinadas historias que todavía no han sido contadas. De esta idea surge en 1960 uno de los primeros cuentos de Sergio Ramírez: «El estudiante». No existen plazos para empezar a escribir o contarse. José Saramago, por ejemplo, publicó a los 60 años; pero esto no quiere decir que no fuera escritor antes. El escritor transforma las imágenes de su cabeza en las palabras del texto. Igual que el músico siente la necesidad de componer, el escritor debe entender esa inquietud que se genera o se manifiesta sin avisar: es una vocación. Puede llegar el momento en que todo lo que se ve o se piensa merezca revelarse literariamente. Sergio Ramírez, siempre busca un significado oculto en las cosas: es un observador inconforme, un «curioso impertinente».
            ¿Por qué Sergio Ramírez recuerda el jabón germicida de su abuelo? Porque el poder selectivo de la mente afecta al que escribe, pero también al que lee. De ahí que la infancia y sus recuerdos sean volubles. Lo mismo ocurre con la música, que estará presente de forma constante en su familia y por ende en sus textos.
            El juego de espejos que es El Quijote agota su narración en la pugna entre don Quijote y El Vizcaíno. Sin embargo, el autor puede continuar escribiendo por los papeles que se/ le llevan al mercado. Así funciona la curiosidad del escritor: es la puerta del escritor. Todo se vende «casi nuevo», como los «Clasificados» del diario. Eso de leer cartas ajenas es una feísima costumbre. Nunca habrá que dejarlas cerca de un escritor «amigo». Su interés, su curiosidad y su observación están siempre presentes, ausentándolo en parte. La curiosidad se convierte en imaginería, y la imaginería en memoria.
            Plumas fuentes, máquinas de escribir… forman parte de la creación escénica de toda historia/ imaginería: memoria al fin y al cabo. Actualmente Sergio Ramírez confiesa que utiliza su teléfono móvil para anotar (en la nube) las ideas que le vienen a veces en los momentos más inoportunos. Considera fundamental la anotación en el proceso de escritura, pues recuerda una película de Billy Wilder en la que el protagonista apuntaba extasiado una fantástica idea a mitad de la noche y al día siguiente leía el universal «Chico encuentra a chica», se perdían pues todos los matices. En este sentido recuerda la libreta minúscula que usa su paisano Ernesto Cardenal.
            En cuanto a los límites entre ficción y realidad, por los que se mueve quien escribe, Sergio Ramírez reconoce que lo que ocurre en su novela Castigo divino (1988) es cierto. La «novela» donde plasma su experiencia política, Adiós muchachos (1999), no es ficción. ¿Es esta última la obra que más placer le ha provocado? Posiblemente sí, la mentira es un don o un privilegio exclusivo del novelista, de la ficción.
            «El estudiante» rompía su normalidad. Su familia era pobre pero con seguridad económica. La derrota de un sueño es lo que le impulsó a escribir sobre esto, justo en el año del triunfo de la Revolución cubana y del alzamiento (de los primeros) contra Somoza.
            A los dieciséis años Sergio Ramírez publicó cuentos vernáculos sobre aparecidos que nada tienen que ver con la realidad. Cada familia es un enorme depósito de historias. Sobre todo la suya: tenía veinticinco tíos. Su madre era más parca, pero su padre contaba las anécdotas recordando lo que ya había contado. A esta edad temprana, el fabricante de mentiras editaba la revista literaria Ventana.
            En Un baile de máscaras (1995), Sergio Ramírez narra la historia de un niño que nacía sin apellidos, hecho que conoció a raíz de su padre. Algo semejante ocurre con sus tíos, músicos y grandes oradores de historias.
            Por lo que respecta a su metodología, el escritor nicaragüense explica que cada día de 8 a 13 h. se encierra con su computadora, con sus fantasmas, hasta la hora del almuerzo. Eva Mª Medina le pregunta por sus crisis creativas, a lo que Ramírez le responde que cuando no imagina nada corrige, nunca abandona su hábito, su trabajo. Es un buen método, al revisar recrea. También leer es un buen modo. El cielo se despeja solo. En los años de la Revolución nicaragüense pasó diez años sin escribir una línea, como vicepresidente. Desatendió su pasión para ocuparse de su/ la gente. Ahora bien, se alegra de retomar esta labor de escritor, pues uno puede serlo en cualquiera de las circunstancias. No hay excusas. Si existe la necesidad, existe el tiempo.
            El tiempo le permite escuchar mejor la resonancia del lenguaje. Sergio Ramírez escribía al principio de forma espontánea, muy rápidamente, sin corregir. Quizá tendía a pensar (como le sucede a muchos otros) que el mundo se pierde si no lo escribe. La madurez le facilita esa revisión. Sin el auto-voyerismo no habría escritura. Lo público es intrínseco a lo literario. Hay que elegir entre escribir o que te lleven a juicio. No hay escritores sin lectores. Puede que los únicos que escribieron para no ser leídos (y felizmente lo fueron al final) fueron Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.
            Publicar un libro en 1963 fue una empresa muy ardua. La venta de libros era muy personal. Su primera edición fue de 500 ejemplares. Hoy han vuelto esas tiradas, aunque existen muchas más opciones.
            Cabe destacar, dentro de esta necesidad de contar, la neurología en su estudio de la hipnosis como forma de rescatar recuerdos.
            El propósito de Sergio Ramírez es engañar. El gran triunfo ocurre cuando el lector cree que la mentira contada es real. El error es mentir para dañar a otro. Si todo el mundo dijera la verdad, el mundo sería un infierno. Regresamos del viaje de la memoria cargados de mentiras. El pasado no es más que un recuerdo muy difuminado. No existe. Los críticos le dicen cosas que nunca pensó en su creación. La novela de tesis arruina la escritura. Crear didácticamente es un error, el que enseña es el lector a partir de sus interpretaciones. Ahora bien, Henry James es un ejemplo de buen autor de novela de tesis, es una excepción, un fantástico narrador. La película Casablanca (1942) también es una buena obra de propaganda (de los aliados contra los nazis), y resultó una obra maestra. Los cuentos de Charles Atlas también muere (1976) hablan de la enajenación cultural. Las parodias no pueden hacerse sin intenciones, como muestra el satírico cuento «Nicaragua blanca».
            ¿Existe el deseo de imitar a los EE.UU? Depende de las etapas culturales. Hubo una época de neoclasicismo, donde podíamos ver a los personajes de la Odisea en la calle: Ulises, Telémaco, Helena… Luego se pusieron de moda los nombres de quienes protagonizaban las radionovelas. Ahora sufrimos los compuestos. Su abuela paterna se llamaba Petrona Simodosia Proserpina Auxiliadora del Carmen.
            Siguiendo con esta necesidad de contar, somos conscientes de que contamos historias de conflicto. Se dan siempre historias de personajes en acción, nunca en abstracción. Sin la contradicción no hay relato posible. El lector es también, no lo olvidemos, otro curioso. La técnica de la narración es universal. Los detalles nos dan la imagen que como lectores curiosos buscamos. Los matices, aquello que puede parecer irrelevante, son importantísimos, dan la clave a la narración. Por ejemplo, Gabriel García Márquez especifica que «llovió sobre Macondo durante cuatro años, dos meses y tres días». Asimismo, Sócrates introduce un toque de ironía a las puertas de la muerte. La deuda del gallo a Escolapio reafirma la efectividad de la narración en el lector. Son preguntas sin opción de respuesta. Tal deuda es compartida por Platón y el resto de sus amanuenses/ lectores. Escolapio es el médico que sana. Esta deuda condena a muerte por impío: ironía. Los gallos están presentes, así lo dice Mateo en Palabras de Juan a Judas: «antes de que cante el gallo me negarás tres veces». Lo mismo podríamos decir de San Agustín: es una acción puramente animal, sin mente. La singularidad es lo que nos lleva a decir de alguien: «parece un personaje de novela». Ernest Hemingway define esta unicidad como modelos. Son personajes sobresalientes, que se apartan de lo común de los mortales. Toda literatura de ficción gira en torno a la suspensión de la incredulidad que motiva, cómo no, estas confesiones.
            Conocemos porque primero imaginamos lo que no sabemos. Junto a la necesidad de imaginar está la de (oír) contar. Sergio Ramírez retoma el juego de imágenes y prismas borgiano. Cantar y contar son sinónimos desde Homero. Así lo muestra en su libro de ensayos Mentiras verdaderas (2001). La ceguedad es una metáfora de las imágenes de la oralidad. Sherezade, en Las mil y una noches, oye a la muerte a partir de la necesidad de contar y escuchar, que es lo que nos universaliza.
            En Nicaragua se pueden filmar películas de época con pocos retoques. Apenas ha cambiado el escenario. Ramírez requiere unas «condiciones mnemotécnicas» (que decía Walter Benjamin). No puede hacerlo más que en un encierro, a diferencia de otros que lo hacían en cualquier bar, como Jean-Paul Sartre. La secuela de El cielo llora por mí (2009) se ha interrumpido. La mente es un depósito, pero para el premio Alfaguara en 1998 el tiempo de conocer ya pasó.
            Julia González le pregunta por el panorama de la literatura actual en español. Sergio Ramírez observa el surgimiento de las nuevas letras, de los más jóvenes sobre todo. Ve un panorama abigarrado. Hay que hacer un esfuerzo para conocer todos estos nuevos nombres. No cree en la novela histórica, pues, como decía Alejandro Dumas (padre): la novela se cuelga de la historia. Si antes fueron las dictaduras militares, ahora son los narcotraficantes. La vida pública es intrínseca a la narrativa.
            ¿Se puede escribir por placer además de por necesidad? Perfectamente. Son muy pocos los escritores profesionales. Por ejemplo, Antón Chéjov era médico particular. Siempre hay un oficio que compartir. Obtener una beca para escribir es la mejor de las situaciones, a pesar de que decía William Faulkner que de una beca nunca saldrá un buen libro.
            Uno puede ser cualquier cosa y escritor. Lo que no recomienda es ser político. El último de los Cuentos completos (1997), «Vallejo», surge en Berlín. Ramírez lo escribió a partir de su experiencia con los estudiantes nicaragüenses fracasados. Estos impertinentes (seguramente también «curiosos») le atormentaban con preguntas. Una visita le planteó la escritura de un libreto de ópera acompasada. Así pues, este contacto latinoamericano fue cierto. Y lo es. No tanto entre alemanes, por ejemplo, que sí saben dispensar las interrupciones.
            En cuanto al éxito literario y a los clásicos, Ramírez piensa que los libros que se venden como pan caliente ya no se leen cuando se enfrían. La fama, pues, no tiene nada que ver con la excelencia.
            No hay quien no se enamore de la página que ha escrito. No hay arte sin verdad. No hace falta haber vivido todo lo que se ha escrito. La imaginación es más poderosa. Fernando del Paso y Sin noticias del imperio es un becario perjudicado por Carlos Fuentes.

El vicerrector de la UIMP, Joaquín Garrido, presentó de forma rápida, descuidada e improvisada
a Sergio Ramírez

LA INVENCIÓN COMO VERDAD

La literatura (en su creación y recepción) conlleva la credulidad. La balada del viejo marinero de Samuel Taylor Coleridge ejemplifica la fe poética. Según Aristóteles, para convencer a otro es mejor una mentira creíble que una verdad increíble. La mentira tiene legitimidad en la imaginación.
            Pero la suspensión de la credulidad es voluntaria. Lo mismo ocurre con la razón. Oímos contar una historia con la imaginación, no con la razón. Wislawa Szymborska poetiza la suspensión temporal que va de Ulises a la Comedia de Dante, suspensión que es imprescindible cuando nos enfrentamos a las intenciones de otro. Esta pausa de la realidad es necesaria en cualquier representación teatral, de cine, de videojuegos… No nos sorprende el olor a pintura en el patio de butacas, entramos pues en el juego artístico, en la mentira. El decorado de los teatros en la infancia de Sergio Ramírez lo llevaba a sufrir y gozar de un engaño perturbador (como es la mitad real y oculta del barco que solo existe de frente, en el patio de butacas). Esto lo motivó a estudiar los mecanismos de las representaciones, de la seducción. Shakespeare recuerda ya en La tempestad que estamos hechos de la misma materia que los sueños.
            En Nicaragua no ven la literatura como una amenaza. Este es el único país cuyo héroe nunca estuvo armado. La identidad de la nación tiene mucho que ver con Rubén Darío, como veremos al final de estas líneas (tras la pregunta de José Luis Ruiz). El lector no es descuidado, atiende a las cacofonías y a los errores del texto. La cacofonía destruye la sensación de leer la verdad. El español es un idioma endiablado. Cuesta mucho crear una frase. Al hablar de las incongruencias de la mentira no hay que pensar en los olvidos o minucias de la Odisea o El Quijote (como es el caso de la ausencia del burro de Sancho). Tito Monterroso decía que si en una página no había errores, los agregáramos, para dotar al texto de humanidad. Hasta Darío, la literatura era un estancamiento vernáculo. ¿Cómo decir de otro modo lo mismo (que preguntaría el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño)? Pese a que a Sergio Ramírez no le gusta la terminología didáctica, el metalenguaje (los emoticonos son una muestra) facilitan esta innovación, literaria por ser parte del lenguaje.
            El mundo de los diccionarios está muerto, pues legitiman lo que se habla en la calle. La maravillosa vida breve de Óscar Wao, del escritor dominicano-estadounidense Junto Díaz, es una novela latinoamericana escrita en inglés por los hijos de los exiliados. Ramírez está seguro de que el español tiene la fuerza suficiente para conservar su idiosincrasia. No generamos tecnología, y eso es una debilidad para bautizar términos técnicos. Computadora es un anglicismo, ordenador un galicismo. No inventamos más adelantos que la fregona.
            Es (casi) imposible traducir poesía. Sergio Ramírez detesta al formalista ruso Maiakovsky por las malas traducciones que le han dado acceso. Lo culto es lo que un día fue popular. La virtud es tomar de donde sea necesario, no de donde sea novedoso.

LA MEMORIA DE LA INFANCIA COMO RECURSO DE INVENCIÓN

Angelus novus (1920), de Paul Klee
En Mentiras verdaderas (2001) Ramírez ya aludía al cuadro Angelus novus del suizo Paul Klee (que adquirió Walter Benjamin) para referirse a la cita de L. P. Hartley: «El pasado es un país extranjero. Allí se hacen las cosas de otra manera». Del pasado rescatamos imágenes fijas, llenas de fantasmas híbridos que son verdad y mentira, de ahí que nos parezca un lugar tan extranjero. Estos recuerdos vienen contaminados por la imaginación. ¡Qué empobrecimiento sería ver las cosas tal cual fueron! ¿Cuál es nuestro primer recuerdo? Ramírez no olvida que era bizco, que tenía una facultad de la doble visión. El nicaragüense recuerda el primer baño, y nosotros recreamos también esa misma escena. Realidad, recuerdo e invención forman un tejido cuyos hilos son muy difíciles de separar. Sobre todo esto colocamos el halo de la nostalgia, que en la literatura es imprescindible. Existe un dolor ante la imposibilidad de volver al pasado y recuperarlo tal como fue. Eso es la nostalgia.
            Un cuento de Sergio Ramírez («No me vayan a haber dejado solo», de Flores oscuras (2013)) retoma los versos del peruano César Vallejo: «Llamo, busco al tanteo la oscuridad./ No me vayan a haber dejado solo,/ y el único recluso sea yo».
            Que la foto se ponga en movimiento, como «los cuervos» de la película Sueños (1990) de Akira Kurosawa. Como en el chileno Raúl Zurita o en el mexicano Vicente Quirarte, la fotografía retoma el pasado, la historia y la infancia de Sergio Ramírez. El inglés Herbert George Wells tiene un cuento, «La puerta en el muro» (1911), que habla de un jardín encantado. Eso es la literatura.
            En la distinción entre la realidad de la fotografía y la ficción de la historia de la que nos habla Ramírez, cabe destacar el final del poema XIX del libro Nombre sin aire (2004) de Vicente Quirarte: «El álbum fotográfico no miente./ Pero la vida sí».
            El que sabe recordar es un escritor en potencia. El humor y la melancolía son básicos. En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, es un ejemplo de todo lo que conlleva la intervención de la memoria activa y el recuerdo subjetivo.

Masatepe, Nicaragua: lugar de nacimiento de Sergio Ramírez

PINTANDO LA ALDEA

Ya lo decía León Tolstoi: pinta bien tu aldea y serás universal. «Pintar» en este caso quiere decir «lograr un buen cuadro». ¿Hay requisitos para la universalidad? La tradición literaria habla de temas: amor y muerte según Gabriel García Márquez, amor, locura y muerte para Horacio Quiroga; y poder, además de los tres anteriores, para Sergio Ramírez. La oposición (odio, condena, olvido e impotencia) la encontramos también en el desarrollo literario y vital. ¿Por qué entendemos un texto escrito hace miles de años (por Sófocles, Edipo rey, por ejemplo)? Porque no ha cambiado la condición humana. Esa es la clave.
            Shakespeare presenta de nuevo la condición humana en su revés exacerbado. Y poco nos muestra el anverso. Para que lo universal salga de esa aldea, no es suficiente con la condición humana, sino con la relación sus seres, sus pasiones y conflictos. De estos vínculos surgen los paradigmas literarios.
            Comala (el espacio de Juan Rulfo) es el antecedente de Macondo (de Cien años de El Gabo). Este es un escenario único, un pueblo olvidado, fantasma. Sus habitantes se hablan desde debajo de la tierra. Se trata de una especie de espejo del infierno de Dante. Estamos inmersos en la suspensión de la incredulidad que caracteriza la creación y recepción literaria. Se trata de un viaje al reino de las sombras, solo que el protagonista de Pedro Páramo (Juan Preciado) no regresa de la muerte, y pronto comenzará a hablar desde la tumba, en murmullos, como el resto de personajes.
            Habla, memoria (1966), de Valdimir Nabokov, es un libro hermoso de la infancia de Sergio Ramírez. Su regreso a Masatepe (donde nació) es constante en toda su narrativa. La soledad podía disfrutarse con ligazón a la lentitud y el silencio con que transcurre la infancia. El silencio es un elemento trascendental en la memoria de Sergio Ramírez y en su infancia. En Centroamérica, durante muchos años, el lenguaje vernáculo supuso una cárcel para la literatura. Por fin, nos dimos cuenta de que Juan Rulfo, con Pedro Páramo, por ejemplo, explotaba y potenciaba esta peculiaridad, convirtiendo el inconveniente en ventaja. Literatura y realidad convergen. Antes, el escritor manejaba este mundo popular (que se separaba aún de lo culto) con guantes quirúrgicos, antisépticos (como el champú germicida de su abuelo).
            Las comillas («») muestran esta distancia, este temor de plasmar la realidad. En lugar de abrir caminos, Cien años de soledad los cerró todos. Macondo agotó la paleta. Sergio Ramírez no conoce más que a imitadores. Juan Rulfo o Joao Guimaraes transforman la visión del universo popular.
            Algunos libros son fundamentales para Sergio Ramírez. Pese a que al final de este compendio de las «Confesiones de un fabricante de mentiras» presentamos la lista que dio por petición de los alumnos presentes en Santander durante la semana pasada, citamos aquí algunos títulos: Los siete locos (1929) del argentino Roberto Arlt, Paradiso (1966) del cubano Lezama Lima, El pozo (1939) del uruguayo Juan Carlos Onetti o Memorias póstumas de Blas Cubas (1881) del brasileño Joaquim Machado de Assis.
            ¿Podría ser el tiempo otro de los temas universales de la literatura? Para Sergio Ramírez no. El exvicepresidente (con perdón) lo ve más como un recurso narrativo. Lo mismo ocurre con la escritura del no o la no escritura (que le plantea José Luis Ruiz). El estadio de Wimbledon (1986), de Daniele del Giudice, es una reflexión sobre la escritura (como la de Vila-Matas) y su abandono (según hizo, pongamos por caso, Rimbaud a los veinte años). Otro aspecto que se vincula con esta forma de universalizar lo propio, de generalizar lo específico, de crear lo particular, de pintar la aldea… es la ligereza de Milan Kundera. Bartleby, el escribiente de Herman Melville y su constante «preferiría no hacerlo», repasan el proceso, no tanto el tema. Es importante pues elegir las palabras adecuadas para escribir y para escribir sobre el proceso de escribir. Sergio Ramírez lo hace. Su prosa es natural, poética y perfecta (si es que esto último existe). Hablaremos más de esta cualidad en la conclusión de El autor y su obra.
            Antes no podemos olvidar la labor de Italo Calvino en la Universidad de Harvard o la presencia de la música popular en la literatura latinoamericana. El objetivo es hacer algo verosímil de lo incognoscible. Ahora bien, ¿debemos escribir de lo que se conoce o de lo que no se conoce? El suicidio (de países como Suecia o Finlandia…) depende en gran parte de la quietud institucional. La inquietud resuelve muchos problemas, aunque a priori solo plantee preguntas. Al hablar de ficción, ¿utilizamos fantasía o imaginación? Este debate es muy interesante para abordar en próximas sesiones. De momento diremos que en la imaginación no hay inocencia, mientras que en la fantasía sí.

Guillermo Balbona y Regino Mateo entrevistan a Sergio Ramírez en los Martes Literarios
(en UIMP TV se puede ver el acto)

MARTES LITERARIOS

La mejor revolución es ver el mundo como lo ve el otro.
            Recordemos que la mentira literaria es la única no dolorosa. Es importante ver la literatura como una diversión, no como una enseñanza. «El Quijote es aburrido según las encuestas a quienes no lo han leído». Novela y cuento son géneros paralelos, no subordinados.
            Mi abuelo le llevó una niña a mi abuela. Esta dijo que acoger y criar a una huérfana era un acto de bondad. Sin embargo, no sabía que esta niña era hija de su marido. Cuando se enteró montó en cólera. Esta es la historia de Sara (2015), la última novela de Sergio Ramírez. El nicaragüense aprendió en la plaza de Masatepe, junto a la iglesia, que el sentido del humor solo existe cuando uno se ríe de sí mismo. La sanación es una de las respuestas de la literatura. ¿En qué lengua escribe Sergio Ramírez? En un idioma infinito, inexpugnable. Recordemos que es bellísimo. Le angustiaría escribir en una lengua pequeña, como le ocurrió al checo Milan Kundera.
            ¿Qué importancia tiene la oralidad en la literatura y en el oficio de escritor? Muchísima. Sergio Ramírez se hizo escritor oyendo a las clases sociales altas y bajas de Masatepe. Lo arcaico y lo indígena (que no son lo mismo) formaron su lengua y su música, pues el escritor reproduce melodías y símbolos. Es muy difícil que exista un escritor sordo. Así, mezclando la lengua indígena y la arcaica, nació la obra de Miguel Ángel Asturias.
            A Sergio Ramírez no le gusta hablar de narco-novela porque parece que forma ya parte de este negocio criminal.
            Por lo que respecta a la gastronomía nicaragüense, Ramírez defiende sus raíces peninsulares y su mestizaje con la indígena. Es una fusión admirable, en todos los sentidos. Un tercer elemento es el africano, esencial. Y es en este momento cuando nos cercioramos de que el narrador se rasca el ojo izquierdo con el dedo índice de esa misma mano (trazando, sobre el vértice externo del órgano visual, círculos que no respetan el sentido de las manecillas del reloj). El invitado a la mesa literaria, que todos los martes congrega a un público diverso (lectores que agotan los libros de Ramírez que se venden a la entrada), está a gusto. Ese gesto lo demuestra. De ahí, quizá, que se anime a contar anécdotas como la de ese alemán que al saber que era de Latinoamérica le explicó entusiasmado que tenía un primo de Chicago o aquella otra ocasión en la que le llamaron Pelé sin saber que Brasil y Nicaragua son países distintos, no tan cercanos ni en el tiempo ni en el espacio.
            Las diferencias en Latinoamérica son brutales. Su mejor lectura puede hacerse a través, cómo no, de la literatura, y con la novela en concreto. Nicaragua es patriarcal. Al igual que la mayoría de los estados que lo circundan. Hay una corriente feminicidia que puede rebajarse con las letras, aunque la literatura no sirve para descargar iras políticas. No es ese el espacio para tales menesteres. Ramírez recuerda a la comunicación poética entre Roberto Fernández Retamar y Ramón Fernández Larrea cuando dice que es un «sobreviviente». En cuanto a su relación con la política, Ramírez se alegra de saber que tiene más lectores que electores. México es ejemplo de lo social en la literatura; es decir, de denuncia y de presencia de los problemas cívicos (el narco fundamentalmente). De ahí el nombre y la hegemonía de la novela negra.
            Retomando la relación entre música y literatura, Ramírez  explica que de niño estudió solfeo, algo aburridísimo; no obstante, no hay prosa sin los elementos musicales. Y viceversa.

LA FORMACIÓN DE UN ADOLESCENTE: LEYENDO NOVELAS DE AVENTURA Y LEYENDO CÓMICS, OYENDO RADIONOVELAS, VIENDO CINE

Sergio Ramírez leyó, entre otras obras básicas, Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), de R. L. Stevenson, y Batman (1939), de Bob Kane y Bill Finger. Walter Benjamin hablaba de las posibilidades de la radiodifusión instalada desde 1929. Todos estos elementos son novedosos a la hora de comenzar a escribir. Tienen que ver también con la imagen fija (del cómic) y en movimiento (del cine); así como la imaginativa de la radio. Los Beatles forman parte de la cultura Pop, pero también las tiras cómicas (en «tebeos» o «penecas», por la revista infantil que llegaba desde Chile).
            Los personajes de estas historietas podían ser los de Emilio Salgari, pero viniveron de los héroes clásicos y de las novelas romanticistas. Las novelas de caballerías también hicieron lo propio en la gestación de un imaginario colectivo en torno a la valentía y la épica que heredó y desterró (para afianzarlas definitivamente) Cervantes con El Quijote. La máscara con la que se desdoblará el escritor y sus personajes es un invento de Alejandro Dumas. Superman, por ejemplo, fue creado en 1932 y originariamente estaba diseñado como un personaje malvado. Su autor se basó en Flash Gordon, imitando así la forma de vestir de los forzudos circenses. Linterna verde, El hombre araña… están acompañados por alguien menor. Esto de la doble identidad es una atracción muy novedosa de quien se muestra y se oculta. Era muy poderoso. No se le conocía más que su castidad manifiesta. De ahí la sospecha que levantaba la pareja Batman y Robin. El capitán Marvel llegaba a Nicaragua desde Argentina. Este resultaba más atractivo para él que Superman. Existe una gran contradicción: el héroe siempre tiene un escudero, un acompañante (como El Quijote). La doble identidad es básica aquí: el vendedor de periódicos que se transforma en insecto, en hombre araña.
            Los personajes tienen siempre una vida finita. En las historietas cómicas los personajes son inmortales, interminables…, ya que pertenecen a una secuencia inacabable que se repone siempre. Mueren los dibujantes y los guionistas, pero ellos perduran. El fantasma Marvel, por ejemplo, surge en la plenitud de su juventud. Pepita/ Blondy son personajes inmortales. Y si no inmortales, sí longevos. Han cambiado lo suficiente para seguir siendo atractivos. Hay una ruptura de la lógica del dibujo, los elementos de este, sirven para saber, por ejemplo, al gato Félix.
            Este fenómeno de la las historietas cómicas es poco conocido en Europa, pues es considerado como un producto de lujo. No era popular como en América (tanto al norte como al sur). Esta poesía viene del siglo XIX. Spirit (de 1940) sigue llamando su atención por el antifaz.
Rubén Darío
            La escritura automática surgiría aquí, de Ulises y sus aventuras, entre otros. De aquí llegaría a las historias con ilustraciones. Los tres mosqueteros lo atrajeron hasta que el cine escamoteó la lectura (como viene ocurriendo). Sergio Ramírez añora el olor de las tapas en rústica y el abrecartas con el que inauguraba los pliegos todavía sin revisar por la imprenta. Este romanticismo en la lectura debe su encanto o desencanto a los fulgores y el aura del momento. De ahí que al regresar a ellas podamos cambiar de impresión. Ramírez agradece, no obstante, que en Nicaragua fuera obligatorio recitar a Rubén Darío.
            La radionovela daba imagen a las voces. En Managua vio a los actores de esas historias contadas en el estudio. No se parecían en nada a los personajes que habitaban en su cabeza. No sabe si fue una sorpresa o una decepción. Este mundo de efectos (semi)especiales los describe muy bien Mario Vargas Llosa en La tía Julia y el escribidor (1978).
            Sergio Ramírez era muy aficionado a las radionovelas de Radio Mundial. Por esto detestaba que su padre le mandara a algún quehacer o mandado. Pese a este último incordio, pronto se alegró de que en todas las calles se oyeran las radios de los hogares de la ciudad nicaragüense. Así podía seguir la Historia. Ramírez plasma en Margarita, está linda la mar (1998) la celebración de su primer premio literario (dos botellas de ron Cañita, recuerdo que despierta la risa tímida de Tulita, a su derecha).
            Charles Dickens era folletinesco. Todo terminaba en preguntas. Este es el emparentamiento de la técnica. Recordemos que todas las novelas del siglo XIX comenzaban a publicarse en los diarios, y también que los globitos de los cómics fueron inventados por los mayas.
            ¿Qué capacidad tiene la figura del superhéroe para servir de modelo para la sociedad? ¿Y Spiderman, El hombre araña? Muchísima. Hay ejemplos tanto en el siglo XX como en la actualidad de ejemplo de buena conducta a partir del superhéroe. El halcón negro, pongamos por caso, era símbolo antinazi.
            No hay mejor manera de incitar a la lectura que encerrar estos textos bajo llave. Basta que nos digan que no hagamos o leamos algo, sobre todo de niños, para que nos sintamos empujados a ello. Harry Potter es clave para muchas generaciones en su gusto por la lectura. El cómic enseña a imaginar. Umberto Eco, en Apocalípticos integrados (1964), relaciona los superhéroes con los detectives de novela negra. No olvidemos que una de las raíces de estos superhombres son los protagonistas de las novelas de caballerías.
            El cine ambulante le enseñó a Ramírez el gusto por los gángsteres. El cine de su tío le servía de refugio. Subía a él por una escalera vertical. La cinta del revés tenía el himno nacional de México. Su experiencia fue la de la película Cinema paradiso (1988), de Giuseppe Tornatore: un niño encerrado en una caseta de cine. Allí aprendió a pensar y a escribir imágenes. Los retrocesos en el tiempo de su premio Alfaguara son muestra de ello. El cine mexicano (con El peñón de las ánimas (1942), de Jorge Negrete, o Allá en el rancho grande (1949), de Pedro Infante) es básico en su formación adolescente, literaria y cultural latinoamericana y nicaragüense. Cantinflas también llenó listas y carteleras. En América Latina nunca se doblaron las películas. Siempre había subtítulos. Sergio Ramírez propuso instalar una radio en ese mismo espacio cinematográfico. Su familia es paralela a su formación literaria, radiofónica y cinematográfica (en ese orden). El cine ya no le atrae. Todo pasa por la distribución de EE.UU. La educación de su oído desde niño no acepta el doblaje. Solo el subtitulado. Castigo Divino (1988) se llevó a la pantalla en Colombia. ¿Ha escrito algún guion o piensa hacerlo? No. En Colombia hicieron una muy buena adaptación en la que nada tuvo que ver. Trató de hacer algo parecido de forma directa y no salió bien, así que se mantiene como novelista.
            El adjetivo felliniano es muy literario. Amarcord (1973) es una pintura de una ciudad de provincia. Su principal virtud (como lo kafkiano usado erróneamente para lo absurdo) es la distinta visión del mundo, de la realidad (como la del barco de utilería de la película de Federico Fellini).
            Luis García Berlanga es felliniano y atrae a Sergio Ramírez. Si Oscar Wilde hubiera tenido acceso al cine habría sido el mejor dialoguista. En Nicaragua no hay posibilidad de ver el cine europeo. Las películas premiadas en Cannes nunca llegan. Una cinta de calidad no aguanta la cartelera ni uno ni tres días. La única alternativa es la de los vendedores piratas (llamados «comemuertos» en el país centroamericano). Sergio Ramírez confiesa que hasta hace un tiempo se negaba a comprarlos porque se sentía solidario con los derechos de autor, pero ahora no hay otra opción. En México, por el contrario, hay muchas posibilidades. El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA) publican clásicos muy económicos. Netflix es poco común aún en Nicaragua. Y el cable es pobre porque retoma el gusto medio de la población, que es muy comercial.

Palacio de la Magdalena (Santander), donde tuvo lugar el curso de El autor y su obra

LA PASIÓN DE LEER Y LA PASIÓN DE ESCRIBIR

Sergio Ramírez estaba rodeado de un ámbito campesino. Entonces no escribía sobre lo que veía (eso ocurriría mucho después), sino sobre lo que leía.
            Saber el párrafo de entrada de un libro indica repetitivas lecturas. A Sergio Ramírez le sucede con Moby Dick, Pedro Páramo, etc. «El beso» de Chéjov fue un cuento que no olvidó nunca: una historia sobre la soledad y el abandono. Según el escritor ruso, había que noquear al lector en la última línea. Ramírez autoeditó su primer libro de cuentos a los veinte años con una tirada de 400 ejemplares. El nicaragüense le contó a Gabriel García Márquez que espera que le regalen los libros que escriben sus amigos. De ahí que El Gabo, tras escuchar esta anécdota, le dedicara El amor en los tiempos del cólera (1985) con la siguiente cita: «Para mi amigo Sergio, para que nadie diga que compró este libro». Ramírez no comparte la idea de su padre sobre el cuento como primer escalón de la novela.
            La Náusea (1938) de J. P. Sartre le impresionó desde pequeño, aunque ninguna de sus primeras lecturas le incitó a la escritura. Rulfo, Borges, Cortázar, sus primeros viajes a México… La peste (1947) de Albert Camus… Los lejanos ecos del boom desde Barcelona… le empujaron al acto de leer y de escribir: que, al fin y al cabo, recordemos, son partes de un todo. El libro es una extensión de la memoria y de la imaginación, tanto de los que leen como de los que escriben. La lectura es un acto de gozo. Las lágrimas son parte de ese mismo pozo.
            En 1977 Borges habla de felicidad obligatoria, más que de lectura obligatoria. Un buen ejercicio es hacer nuestra lista de los libros preferidos para una isla desierta; es decir, de los que no querríamos separarnos. ¿Podríamos dejar de lado el Decamerón, Madame Bovary…? Ahora bien, no pensemos en un número, sino en seguir leyendo, para que nuestras necesidades crezcan. Farenheit 451 (1953), de Ray Bradbury, no plantea tal posibilidad. Toda biblioteca personal es infinita: no se puede leer ni retener en la memoria (al menos por completo).
            Todo surge de la imaginación. En relación con el cuento «Casa tomada» de Cortázar, Sergio Ramírez recuerda la anécdota de la mudanza que su amigo balear tuvo que hacer por la cantidad de libros y el poco espacio. Si los libros desbordan la casa, desbordan la vida. Alfonso Reyes quería una casa como una biblioteca. Los hijos del también mexicano Alí Chumacero le invitaron a Ramírez a ver sus más de 40.000 volúmenes. Hay que seguir leyendo y, en mi caso, escribiendo hasta la muerte.
            Al preguntarle por los críticos, el nicaragüense recuerda que, según las malas lenguas, los críticos son escritores frustrados. No obstante, la crítica es esencial. Que un libro guste al público y a la crítica es muy poco frecuente. Hay dos tipos de lectores: literarios y no literarios. Un tío de Sergio Ramírez leía a Blasco Ibáñez como si fuera Gabriel García Márquez porque fue muy popular. Este es un ejemplo de autor que pasó de moda después de ser muy popular. Leer y escribir son dos conceptos de un mismo hemisferio. Esta idea borgiana reinventa los libros. La lectura engendra escritura. Por eso hay libros que son clásicos, decía Italo Calvino. Un clásico siempre sugiere algo nuevo (por ejemplo, el análisis del color blanco en Moby Dick). La obra de Melville es un entramado de muchas partes. Moby Dick fue un fracaso en su tiempo.
            Ramírez destaca los siguientes cuentos: «La muñeca reina», de Carlos Fuentes, «Queremos tanto a Glenda», de Julio Cortázar, «El jardín de senderos que se bifurcan», de Jorge Luis Borges, o «¡Diles que no me maten!», de Juan Rulfo. Este último es un escritor de dos libros: El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955). A este último comentario responde el «gracias» de alguna lectora voraz. Rulfo se pasó toda su vida hablando de la creación de una novela que no existía, solo para que no lo molestaran. Borges nunca escribió un cuento malo. Los textos de El Gabo son de otro tipo. Y los de Monterroso (como «Míster Taylor») son básicos en la formación literaria.
            ¿Qué relación tiene Sergio Ramírez con la poesía? ¿La lee? ¿La escribe? ¿Cree que se opone o se distingue claramente de la narrativa? ¿Para qué sirven los géneros? La premio Nobel polaca Wislawa Szymborska, Ezra Pound, T. S. Eliot o Baudelaire son lecturas que acompañan a Ramírez. El nicaragüense confiesa que escribió poesía hace mucho tiempo, en la revista Ventana. Todavía lo amenazan con publicarla. Pese a no cultivar este género en las últimas décadas, lee poesía (solo poesía, reitera) antes de escribir cualquier cosa. Necesita, pues, la precisión del lenguaje. La «ortografía estética» la heredó de su mamá. Al leer cualquier palabra mal escrita, el error salta a la vista. Fabricar sinónimos y saber cómo se escriben son las labores como escritor. Por lo que no usa las opciones que le dan los procesadores de texto. Las desactiva. Para activar muchas otras vías.
            Carlos Fuentes dice que cuando uno escribe por la mañana plasma lo que soñó durante los últimos sueños. El gobierno mexicano abrió un espacio para acoger las bibliotecas personales de los grandes poetas: Carlos Monsiváis, Alí Chumacero… Este es un universo personal. La única droga que Ramírez recomienda es la lectura.
            Al hablar de novelas, el fabricante de mentiras no olvida El corazón es un cazador solitario (1940), de Carson McCullers, Matar a un ruiseñor (1960), de Harper Lee, Luz de agosto (1932), de William Faulkner, Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert, La cartuja del Palomo (1850), de Sthendal, La Regenta (1885), de Clarín, Miau (1888), de Galdós, La romana (1947), de Alberto Moravia, El último encuentro (1942), de Sándor Márai, El extranjero (1942) o La peste (1947), de Albert Camus, Los hermanos Karamázov (1880), de Fiódor Dostoyevski o Guerra y Paz (1865), de León Tostói. Estos títulos son libros escritos por la naturaleza, con los cuales la humanidad mejora. Sergio Ramírez no ha vuelto a leer Historias de Ferrara (1956), de Giorigio Bassani, porque le gustó muchísimo. Giuseppe Tomasi di Lampedusa y su novela El gatopardo (1958) está aún presente. Las Memorias póstumas de Blas Cubas (1880), de Joaquim Machado de Assis, es una novela del siglo XIX escrita con humor por un muerto distinto a los de Pedro Páramo. José de Guimaraes o Italo Calvino también son imprescindibles. Charles Dickens es necesario del mismo modo con Nuestro amigo común (1864). No olvidemos Moby Dick (1851), de Herman Melville, y La casa de los siete tejados (1851), de Nathaniel Hawthorne y la Piedra lunar (1868) o La dama de blanco (1860), de Wilike Collins, están presentes en el imaginario del nicaragüense. A raíz de este repaso novelesco, cabe destacar que Cervantes desapareció tras su muerte. Fueron los ingleses quienes lo recuperaron y nos animaron a hacerlo.

Tulita y Sergio Ramírez durante el curso, en el faro de La Magdalena


LA COCINA DE MI PROPIA ESCRITURA

Castigo divino (1988) fue escrita entre 1984 y 1987 durante el periodo más bélico de Nicaragua. Una novela contemporánea a la revolución no podría esquivarla. Entonces, Sergio Ramírez no leía novelas, pero sí los boletines judiciales, con fascinación. Una novela termina siendo retrato de una época, aunque el escritor no se lo proponga, pues la obra siempre parte de lo individual a lo general. Como ejemplo, destaca la descripción de la «Ley de fugas» de Nicaragua (y de España también) en los años sesenta.
            Según Faulkner, el arte poco tiene que ver con el ambiente. Margarita, está linda la mar (1998) surgió de la retirada política definitiva de Sergio Ramírez en 1996. Siempre quiso escribir una novela sobre Rubén Darío, pero también sobre Somoza, de ahí que creara un vínculo entre ambos. El episodio del cerebro de Darío es esperpéntico, le hubiera gustado contarlo a él. Ramírez se atreve a hablar de la moda a partir de la documentación de más de 3.000 fichas sobre curiosidades de Rubén Darío. Además, la prensa fue fundamental para completar la información del álbum de fotos, así como su experiencia personal y vital.
            Ernesto Cardenal ejemplifica las peculiaridades y semejanzas de Centroamérica en su poema «Hora 0»:

[…]
Y los diputados, más baratos que las mulas -decía Zemurray.
Sam Zemurray, el turco vendedor de bananos al menudeo
en Mobile, Alabama, que un día hizo un viaje a Nueva Orleáns
y vio en los muelles de la United echar los bananos al mar
y ofreció comprar toda la fruta para fabricar vinagre,
la compró, y la vendió allí mismo en Nueva Orleáns
y la United tuvo que darle tierras en Honduras
con tal que renunciara a su contrato en Nueva Orleáns,
y así fue como Sam Zemurray buso bresidentes en Jonduras.
[…]
                               (Ernesto Cardenal, «Hora 0»)

            Sergio Ramírez dispone distintos mosaicos a modo de exposición de lenguajes, pues el lenguaje y sus variedades dotan a la literatura de una composición de la mentira con conocimiento de causa; es decir, un relato peculiar desde detalles aparentemente nimios.
            ¿Hasta cuándo se puede mentir? Hasta que la congruencia de la mentira aguante. Recordemos que lo que prevalece en la mentira es la verdad. La novela es capaz de cambiar la historia. En ocasiones la literatura tiene prioridad. De esto hablaremos pronto. Con Javier Cercas y El impostor (2015) ya dijimos que la novela y la literatura son mentiras. Y a diferencia de lo que ocurre con la historia, el lector lo sabe y se enfrenta a ambos textos (novela e historia) a sabiendas de la ficción que las diferencia.
            ¿Puede cambiar algo un libro? Ramírez es cada vez más reacio al respecto. Es cierto que una obra puede marcar a una generación, como los de Albert Camus o Cortázar. Rayuela, por ejemplo, cambió la concepción literaria, sin ser un libro político. Era ácrata. Difícilmente un libro puede provocar un cambio político, pero sí social, que es la base y el origen (o esa es la idea genuina) de la política. Convirtiéndose en un símbolo identitario de El Salvador Roque Dalton escribió a sus compatriotas en «Poema de amor»:

Los que ampliaron el Canal de Panamá
(y fueron clasificados como “silver roll” y no como “golden roll”),
los que repararon la flota del Pacífico en las bases de California,
los que se pudrieron en las cárceles de Guatemala, México, Honduras, Nicaragua por ladrones, por contrabandistas, por estafadores, por hambrientos
los siempre sospechosos de todo( “me permito remitirle al interfecto por esquinero sospecho soy con el agravante de ser salvadoreño”),
las que llenaron los bares y los burdeles de todos los puertos y las capitales de la zona (“La gruta azul”, “El Calzoncito”, “Happyland”),
los sembradores de maíz en plena selva extranjera,
los reyes de la página roja,
los que nunca sabe nadie de dónde son,
los mejores artesanos del mundo,
los que fueron cosidos a balazos al cruzar la frontera,
los que murieron de paludismo de las picadas del escorpión o la barba amarilla en el infierno de las bananeras,
los que lloraran borrachos por el himno nacional bajo el ciclón del Pacífico o la nieve del norte,
los arrimados, los mendigos, los marihuaneros,
los guanacos hijos de la gran puta,
los que apenitas pudieron regresar,
los que tuvieron un poco más de suerte,
los eternos indocumentados,
los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo,
los primeros en sacar el cuchillo,
los tristes más tristes del mundo,
mis compatriotas,
mis hermanos.
                               (Roque Dalton, «Poema de amor»)

            El Canto nacional (1973) de Ernesto Cardenal está dedicado al frente sandinista, pero la revolución no surgió por ello, aunque quizá sí para ello. Sergio Ramírez es igual de pesimista que Bolaño. Hay que escribir sin objetivos. Si queremos vender ejemplares, mejor nos dedicamos a otra cosa, pues eso no tiene nada que ver con la literatura. Nuestra disciplina es otra, una lucha sin cuartel (que diría Roberto Bolaño).
            La novela de Sergio Ramírez Mil y una muertes (2005) se debe en parte al encuentro con Gonzalo Celorio, pues el poeta mexicano le regaló el libro de Xavier Villaurrutia que dio título a la obra del nicaragüense con estos versos del maravilloso y perfecto epitafio:

I
Agucé la razón
tanto, que oscura
fue para los demás
mi vida, mi pasión
y mi locura.
Dicen que he muerto.
No moriré jamás;
¡Estoy despierto!

II
Duerme aquí, silencioso e ignorado,
el que en vida vivió mil y una muertes.
Nada quieras saber de mi pasado.
Despertar es morir. ¡No me despiertes!


            El origen de esta obra, al menos en su título, muestra y ejemplifica una vez más la herencia, tradición y renovación de la literatura mexicana (en este caso, como en Vicente Quirarte). Al igual que este mexicano, premio Xavier Villaurrutia en 1991, Ramírez acostumbra a trotar de madrugada. Estos hábitos forman parte de la cocina de su escritura.
Sara (2015), última novela de Sergio
Ramírez
            Sara (2015) surge de la familia protestante de Ramírez. Retomemos, si así lo quisiéramos, lo dicho en la velada de Martes Literarios. Uno siempre quiere que la novela funcione como la vida. Los seres humanos, por naturaleza, somos adictos al conflicto. El poema «Beso para la mujer de Lot», de Carlos Martínez Rivas, está relacionada con esta idea violenta.
            Cada novela es parte de una novela que se va gestando durante toda la vida. Tiempo de fulgor (1970) fue una de las primeras novelas de Ramírez. Aunque de forma muy breve, probablemente en este libro incipiente estén todas las semillas de lo que va germinando después (como alguien le dijo alguna vez).
            Los nombres de las novelas (y de todo) no son casuales, gratuitos. El confesor (y por momentos también confidente durante este curso en Santander) utiliza nombres de mujer para varones, como en su familia. Juan Rulfo escogía los nombres en los cementerios. Ramírez lo hace del listado telefónico.
            La sumisión comienza con el desamparo. La mujer (y hablamos de esto a partir de la relación entre los personajes bíblicos Sara y Abraham en la última novela del nicaragüense) depende de la vinculación hegemónica patriarcal que caracteriza a Latinoamérica incluso todavía.
            La teología es una ciencia bastante ociosa. Al protagonista de estas líneas no le gusta hablar de literatura desde la perspectiva de género porque eso empobrece el debate crítico. Hay escritores (tanto mujeres como hombres) excelentes. Y mediocres. Ramírez cree que la hegemonía de escritoras radica en Uruguay. Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), de Octavio Paz, es fundamental para estudiar este debate. La película argentina Yo la peor de todas  (1990), de María Luisa Bemberg, ilustra esta historia.

DÓNDE COMIENZA LA FICCIÓN Y TERMINA LA REALIDAD: LA EXPERIENCIA DE LOS LIBROS PROPIOS/ HISTORIA PÚBLICA E HISTORIAS PRIVADAS: JUEGO DE ESPEJOS

Según Sergio Ramírez, en México no hay una sola calle que se llame Hernán Cortés. No obstante, googleando aparece, al menos (parece que en Guadalajara hay otra), una en la pequeña isla al norte de Cancún (Holbox). Para un novelista latinoamericano es imposible escapar de la historia. Por eso hablamos de Historia (con mayúsculas, como Jules Michelet a través de Quirarte).
            La familia es la hacienda donde la historia privada se encuentra con la pública. En América Latina el novelista es capaz de sustituir al historiador. Cuando le preguntan qué le ha dejado la política para la literatura, el expolítico (aunque quizá uno nunca deja de serlo) responde que no le ha dejado nada. Gobernar te aleja de la gente, paradójicamente. La sociedad perfecta no es posible, pero la compasión y la justicia sí. En resumen, el escritor es un vidente, profeta y espía.
            La historia no está en los nombres de las batallas ni en las fechas de las firmas, sino en las pequeñas historias. Actualmente la gente habla en voz alta con gran destreza a través de su teléfono móvil-inteligente, lo cual es un lujo para quien escribe, un foco de historias; pues puede escuchar sus intimidades.
Tulita y Sergio Ramírez (foto del Facebook de
Sergio Ramírez en Chamonix Mont-Blanc, Francia,
 tras el curso en la UIMP)
            Rubén Darío es el único héroe no militar, tal como decíamos al principio. Construye la identidad de un país. Ramírez recuerda los billetes de 500 córdobas donde aparecía el rostro del poeta modernista, y las de 1.000 con Somoza. El dictador valía el doble que el poeta. José Martí se asemeja a Darío como héroe nacional, pero el cubano sí subió a un caballo. Lo que le valió la vida. El problema radica en que en América Latina los escritores son buenos para todos. Y no es fácil desempeñar algunas tareas, entre ellas la de gobernador.
            Sergio Ramírez lee muy poco como lector. Es difícil sentir esa pasión inocente y en ocasiones ingenua de la juventud. Ver los andamios a una obra es una revelación. Pero también una rebelación (usando la paronomasia tan común en algunos de los textos del, ahora, profesor nicaragüense). El esposo de Tulita recuerda los bordados que su mamá  hacía cuando era pequeño. Acostumbraba a voltearlos para ver el dibujo del reverso, del interior, con unas flores distintas, en conexión con los colores que por delante se intuían únicos, separados.
            Quien inventa la literatura como mentira es el propio Colón.



CONCLUSIÓN

Pese a leer el texto que le ocupó los dos-tres meses previos al curso que se celebró en Santander del 13 al 17 de julio de 2015, Sergio Ramírez cuenta con una buena metodología. Los capítulos (tal como hemos tratado de transcribir aquí, a partir de las notas personales del ciclo «El autor y su obra») son breves, anecdóticos, con una estrecha y constante interacción visual con el lector público.
            El discípulo de Darío no se esconde. Explica y responde a lo que le preguntan, sin tapujos. Reconoce varias mentiras e intimidades: que no es él quien se ocupa de sus perfiles en las redes sociales (Twitter y Facebook) o que compra en el top manta (recordemos que es la única opción de ver cine en Nicaragua). Cabe destacar la forma en que justifica sus dedicatorias al inicio del comentario de cada una de sus obras. Su mujer, Gertrudis («Tulita»), está junto a él desde 1960 (y viceversa). Por ello le agradece que le despertara a las 4 de la madrugada para escribir. Son la imagen del amor.
            Llama la atención, igualmente, las reiteradas alusiones y reflexiones que durante esta semana se han hecho sobre la poca trascendencia y persecución (por ende) de la literatura «panfletaria» o contra el gobierno en Nicaragua. Escribir que el dictador es cruel no ofrende a nadie, pero sí manifestarse en la calle. Esto simboliza la falta de ideología del gobierno, lo que se opone a la «identidad» nicaragüense, felizmente, gracias a un poeta: Rubén Darío.
            Su tono es heptasilábico, latino-caribeño, pausado y reflexivo, casi poético: su sintaxis es inmejorable. Que se rasque el ojo izquierdo de forma circular anuncia involuntariamente una precisión inusitada (tal como explicábamos anteriormente). La moralidad pierde terreno en favor de la comicidad. Arquea los hombros, pasa las páginas con un desdén que contrasta con su natural ternura benedettiana. Es cortés, pero su mirada aún conserva la bifurcación originaria de la adolescencia: base (de y per formativa).
            Emisarios imberbes o A la caza de un prólogo son buenos títulos para (quizá) una novela. La UIMP ha perdido, ha recortado, pero los matriculados siguen siendo los mismos, más perspicaces y descarados si cabe.

(De derecha a izquierda): Tulita, José Luis, Sergio Ramírez, Julia, Ana y Nacho en la UIMP al acabar el curso


BIBLIOGRAFÍA PRINCIPAL DE SERGIO RAMÍREZ TRATADA EN EL CURSO

·        Flores oscuras (cuentos), Alfaguara, Madrid, 2013.
·        Catalina y Catalina (cuentos), Alfaguara, México, Madrid, 2001.
·        Castigo Divino (novela), Alfaguara, México, 2003.
·        Margarita, está linda la mar (novela), Premio Internacional Alfaguara 1998, Alfaguara, Madrid, 1998.
·        Mil y una muertes (novela), Alfaguara, Madrid, 2005.

·        Sara (novela), Alfaguara, Madrid, 2015.

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